sábado, 5 de enero de 2008

EL TRAPICHE, CUENTO CAÑETANO

El TRAPICHE
Cuento cañetano

Por: Jorge Luyo Yaya (Hualcarino) jlimagenes@hotmail.com jtluyoy@yahoo.es


El trapiche es un molino de ingenio utilizado para extraer el jugo de algunos frutos de la tierra, entre ellos la aceituna y, mayormente, la caña de azúcar. Algunos ingenios utilizaban como fuerza motora para hacerla girar, la fuerza de animales como mulas, caballos o burros. Otros utilizaban (algunos lo siguen haciendo), la fuerza del agua en bajada, lo cual hace girar las paletas de un rodillo con forma de púas que trituran, prensan la caña y extraen el jugo de la cual se hace el azúcar..

Dicho esto, les contaré que en la hacienda Hualcará existía, como en la mayoría de ingenios azucareros en el Perú y el mundo, una acequia que alimentaba con sus rápidas aguas el mentado molino. Las aguas de esta acequia llamada “Trapiche”, venían de la generosa acequia mayor “María Angola”, donde todos los muchachos y los no tanto, solíamos ir a bañarnos en los días de calor y éramos capaces de saltar desde lo alto de la tan conocida, por aquellos años, “Casita blanca”.

“María Angola” era la torrentosa acequia que proveía de agua a la ranchería de la hacienda Hualcará y la ranchería conocida como “El Socavón”. La “Casita blanca” era la cabaña que albergaba los pozos de clorificación del agua para los pobladores de la hacienda.

Desde esa bella gran acequia, bajaba una vena vertiginosa de agua en la que, también, los más pequeños, solíamos bañarnos. La fuerza del agua era tal que había que sujetarse de las ramas crecidas a las orillas de la acequia.

Mi primera experiencia desagradable con las aguas del “Trapiche” fue un día en que, distraído, jugueteaba con los otros muchachitos y fui arrastrado varios metros aguas abajo. El flaco Quencha (un hijo de japonés, llamado en ese idioma como Kembo), de un solo jalón y debido a su gran tamaño, me rescató del susto de verme arrastrado por esas bravías aguas. Con el tiempo comprobé que eso que para un pequeño de entonces, como yo, era un gran torrente, no era más que, apenas, una regular acequia. Kembo muchos años más tarde fue asesinado por la insanía de los terroristas que asolaban Cañete en los años 80s.

Algunos años después, en mi juventud, seguíamos llegando hasta las aguas de la célebre “Trapiche” para bañarnos y, ya más grandes y en patota, nos dejabarnos arrastrar por las aguas de esta recordada acequia.

En los últimos 150 metros la “Trapiche” se convertía, por obra del hombre, en un callejón de unos 1.5 metros de profundidad, con paredes de un ladrillo de espesor y en el tramo final se internaba, a toda velocidad, por debajo de unas oficinas, que por aquel tiempo habían sido destinadas para hacer una cuna maternal para los hijos del personal de trabajo de la hacienda.

“Trapiche” pasaba por debajo y desembocaba en un pozo de más de tres metros y en su caída, las aguas, lo hacían al rodillo con puntiagudas paletas que a su vez en las tardes y hasta las 10 de la noche, hacían funcionar (rodar) una turbina que hacía la luz para la ranchería.

Esa caída ya tenía una nefasta historia. En ella, se había caído “León” un enorme perro de propiedad de los señores Ramos, dueños de la hacienda. “León” nunca pudo ser recuperado. “Trapiche” luego de poner en movimiento la turbina terminaba unos 300 metros bajo tierra hacia la salida de la ranchería con rumbo a la otra gran acequia “San Miguel”.

Luego de refrescarnos por varias horas en “María Angola”, bajamos, ya casi rezagados, mi primo “Agustito” y yo. Pero la aventura seguía y decidimos, como otras veces, subirnos y caminar por el estrecho borde de “Trapiche”.

Todo iba bien. “Agustito” me dice “hay que ver, dicen que han traído un montón de cunas para los niñitos de la hacienda”. Presurosos, nos dispusimos a saltar a un ladrillo pegado (sobresalía) a la pared de la cuna infantil. Cada uno a su turno, miramos las nuevas cunas metálicas recién llegadas. El asombrado comentario, por el número de pequeñas camas, se hizo ameno y mi primo agregó: “Viste los nuevos aparatos, dicen que se llaman incubadoras y son para cuando los bebes tienen frío. Allí los calientan” Me dijo con asombro “Agustito”.

El asombro de mi, hoy fallecido, primo me contagió y juntos quisimos ver la novedad. “Agustito, pudo cogerse de la ventana, yo no. Caí al agua y la velocidad de las aguas de “Trapiche” hizo desaparecer mi figura en un segundo.

Augusto Mazzoni Luyo “Agustito”, conocedor de la fúnebre historia de “Trapiche”, dicen que apareció pálido, por el otro lado de la fábrica desmotadora de algodón y en medio del estadio “Lolo Fernández”,. Para el caso, domingo al medio día, frente a un numeroso grupo de personas allí reunidas. Con la voz entrecortada y jadeando por la velocidad que el caso ameritaba dijo: ¡¡Don Pablo, don Pablo, Jorge se caído al “Trapiche” y ya no se le ve!! Por mirar la cuna se ha caído al agua se va a ahogar.

Don Pablo Mendoza, un viejo chofer de camión, tomó su vehículo como pudo y se dirigió hacia la acequia “María Angola”. Por el camino gritaba ¡Hay que cortar el agua de “Trapiche”! ¡Hay que cortar el agua!

Mientras eso ocurría, más y más gente se agolpaba frente a la desmotadora. Todos miraban habidos hacia la puerta grande. Otros habían corrido hacia la salida de la acequia, 300 metros más abajo, por si algún vestigio de mi aparecía. Todos esperaban verme aparecer por esa enorme puerta. El agua había sido cortada por Don Pablo y algunos amigos. Pero de mi persona ni rastros. La gente imaginaba lo peor, otros, recordaban la triste historia de “León”.

Mientras tanto, yo en el preciso instante en que caí al agua, con la experiencia del buceo rutinario en “María Angola”, abrí los ojos. Una oscuridad absoluta, pero allí nomás una luz a lo lejos. Apenas se hizo la luz, que llegó con el término del piso de la cuna maternal, saqué la cabeza, en el preciso instante en que cruzaba la acequia una tubería de regular grosor, como pude me sujeté y haciendo gala de mi juvenil fortaleza, pude subir y salir del agua. Eran, solo unos tres metros antes de la caída al pozo del molino. Asustado primero, ya luego me tranquilice. ¡Dios mío, gracias!

Después del susto, miré mi ropa. ¡Caramba me he mojado la ropa y hasta mis botas nuevas! ¿Qué me van a decir en mi casa? No, no puedo llegar así.

Salía con dirección a la puerta de la desmotadora, pero, en mi camino encontré un tubo del absorbente que jalaba la mota del algodón para sacarle la pepa. Me acerqué y pude comprobar que corría un aire tibio. Ajá, aquí puedo secar mi ropa y así no me castigan.

Me senté en el algodón, me quité las botas, las puse en la entrada del tubo, me quité la ropa e hice lo mismo en otro tubo. Era domingo y los trabajadores habían dejado mucho algodón para que fuera absorbiendo el tubo. Nadie me molestaría. Me eché en el mullido algodón. Me dormí un buen rato.

Cuando desperté, mi ropa estaba prácticamente seca, de igual manera mis botas. Tenía todo el tiempo del mundo. Una vez que me había puesto la ropa y las botas me encaminé hacia la puerta grande.

Despreocupado, aparecí desperezándome y una enorme bulla me volvió a la realidad. ¿Qué pasa, porqué tanta bulla?

La gente gritaba, ¡Está vivo!, ¡Está vivo!. Yo no alcanzaba a entender el porqué de tanto alboroto. La gente trepó hasta donde aparecía yo, que era una especie de plataforma en donde cargaban, con las pacas de algodón, los camiones. La gente me palpaba, otros me abrazaban y algunos, los mayores, lloraban.

Me tomó algún rato entender las razones de tanta algarabía y hasta de lagrimas. En mi casa se enteraron de lo sucedido casi 20 años después de lo ocurrido.