EPOCAS ESCOLARES EN CAÑETE
Historia juvenil cañetana Por: Jorge T. Luyo Yaya
Allá por los años 50s eran épocas alegres de colegio primario, Algunos compañeros que llegaban desde Hualcará, Montejato, El Uno, Roma, San Isidro, Quilmaná y otros lugares de los alrededores solían llegar sin zapatos y, no porque no los tuvieran, era, como decía en su canción el gran Nicola Di Bari, “he dejado (vendido) mis zapatos por un poco de libertad”.
Recuerdo cuando otros condiscípulos llegaban por el camino de tierra que atravesaba los potreros de la hacienda Hualcará. El colindante con Imperial fue Santa Rosa, hoy convertido en urbanización del mismo nombre. Al término de la “cortadera” y al salir a la caseta blanca de los Zegarra, en la misma pista que va a San Vicente, si, esa caseta donde vendían naranjas de la misma hacienda. En la acequia que cruzaba la primera cuadra de la calle Ramos a la entrada de Imperial y que llevaba un poco del agua venida de la gran acequia “Maria Angola”, los muchachos se lavaban los pies para ponerse los apretados zapatos.
Claro, quedaban apretados porque sus viejos los compraban el número que cada hijo le decía y del poco uso o por la costumbre del pie, de andar descalzo y libre, al momento de colocárselos se armaba tremenda lucha entre la punta del pie, el talón y el duro cuero del zapato.
Uff,…como apretaban. Apretaban tanto que al sol lo veían de cualquier color menos resplandeciente.
Yo veía como un amigo hualcarino luchaba con los zapatos y sus pies. Algunos le decían que tenía los pies cuadrados. A él, eso le hacia mucha gracia. Inclusive, decía que por andar sin zapatos las plantas de sus pies eran como una suela gruesa en la que ni las espinas de guarango entraban.
En tiempos en que la hacienda mandaba cortar las ramas del algodón para prenderle fuego para acabar con ellas, lo ocurría antes de que descubrieran que esas ramas secas mezcladas con melaza, podían ser un magnifico alimento para el ganado, los escolares encontrábamos un motivo para asar dulces camotes. En las piaras de los montones de ramas, los muchachos escarbábamos las cenizas y metíamos unos cuantos camotes para a la vuelta del colegio encontrarlos asados y con un sabor a miel. Algunas veces alguien nos madrugaba y se llevaba unos cuantos. Después de todo, era buena gente, pues dejaba algunos camotes para el dueño y autor del trabajo.
Escuela Primaria de Varones Nº 459 de Imperial, director Eladio B. Hurtado Vicente. Recuerdo su nombre porque hasta hoy guardo un certificado de conducta y aprovechamiento de la época. Estudié allí hasta el tercer año, para luego pasar al colegio de San Vicente.
La escuela quedaba entre la hoy municipalidad de Imperial y la iglesia de la Virgen del Carmen. Hoy no está más. Era una escuela con piso de tierra en el patio. Con un gran y peligroso silo o “poso ciego” como baño, sin puertas ni luz y menos agua. En el “patio de honor” se realizaban los días lunes la gran actuación de comienzo de semana. Participaba un salón por semana. Nos preparábamos con anticipación para cantar, recitar o contar chistes.
Recuerdo con mucho cariño a mi profesor Bazán y a Zoilo Candela (hualcarino), encargado por mi tutor para cuidar de mi aprovechamiento y conducta en el colegio y fuera de él. Siempre le sacaba la vuelta, pero fui un alumno regular, gracias a sus consejos y enseñanzas.
Escuela de Segundo grado de Varones Nº 451 de San Vicente de Cañete director: Luís López Ayala, a quien recuerdo por igual motivo que el anterior caso. Esta escuela quedaba entre la comisaría de San Vicente, la cárcel de Cañete y la maderera Chahuara, que hoy tampoco está. La modernidad ha dado paso a nuevas construcciones. El profesor Silva fue mi primer educador. Al año siguiente fue el profesor, (la memoria me es infiel en este caso) conocido como “el sapito” un excelente maestro, hombre muy recto y de impecable presencia. Luego me volvería a tener entre sus alumnos en el Instituto Comercial Bolívar, donde estudié la secundaria comercial.
El Bolívar era un instituto particular mixto de educación vespertina de 5 a 10 de la noche. Casi en su totalidad, los que estudiábamos allí éramos jóvenes que trabajábamos durante el día.
Empieza la época de la educación secundaria y paralela a ella, época de los primeros amores, el desencanto y la niña que ni siquiera nos pelaba, pero que, sin embargo, nos arrastraba por la calle de la amargura. Época de la ropa bien planchada, pelo engominado, zapatos brillantes y monedas en los bolsillos por si se ofrecía invitar un café, una gaseosa de Castillo o un helado de Imperial a la niña de nuestros sueños o, más bien, que no los quitaba.
Para los últimos meses del año era época de estudiar para los exámenes finales y se preparaba uno para ir a las afueras de San Vicente, por la carretera Panamericana Sur, al tranquilo lugar conocido como “El bosque”, que hoy a dado paso a una urbanización, al convento y al teatro donde se escenificaba la Pasión de Cristo. Ese bosque era la atracción estudiosa.
Nos juntábamos varios amigos y, libros en mano, nos encaminábamos al bosque. ¿El pretexto? Los exámenes finales. La realidad era, encontrar a la chica motivo de nuestros juveniles desvelos. Se conversaba, se reía, se jugaba; se enamoraba. ¿El estudio?, podía esperar. Ah, aquellos años. De ese tiempo hay muchas parejas o más bien matrimonios que hasta hoy permanecen unidos y con los hijos que comparten su felicidad. Otros, con los años, encontraron nuevos sueños y diferentes caminos.
La plaza de armas de San Vicente congregaba, en horas de la tarde, a grupos de muchachos y muchachas dando interminables vueltas. En una de esas vueltas se encontraba uno con la chica añorada. Ese, era el momento de encontrar el motivo para acercarse y entablar conversación. No siempre se tenía éxito, pero, joven al fin, se insistía hasta conseguir el triunfo o simplemente entender que la lucha era estéril.
Los domingos, con nuestros uniformes color caqui, eran días para las marchas militares en el estadio de la Hacienda Montalbán y las prácticas de tiro por el cerro Candela. Generalmente se marchaba con fusiles de madera hechos por nosotros mismo. Sólo cuando salíamos en caminata por el cerro Candela se hacían prácticas de tiro al blanco que era parte de la Instrucción Pre Militar (IPM). Luego del IPM, el hambre nos mataba y en patota nos dirigíamos al restaurante 2 de Mayo (cerca al restaurante del conocido Vicente “cabeza de chancho”), al costado del antiguo cine San Martín. Parecía que el lomito saltado nos estuviera esperando y presurosos dábamos cuenta inmediata de ese riquísimo plato.
Después de ello, cada uno tomaba su ruta rumbo a casa. Muchos a Imperial y sus alrededores. Había muchachos de Cerro Azul, San Luís, Cochahuasi y la Boca del Río. Otros de Unanue, Herbay Bajo y Alto. Regresábamos cada uno a su diaria realidad.
Estoy seguro que entre los lectores de esta historia habrá más de uno que recuerde estas épocas y se identifique conmigo. Si es así seguro estoy que ha visto pasar aquellos años y ha recordado esas hermosas épocas escolares, mataperradas y amores juveniles.
sábado, 26 de julio de 2008
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