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UN PERRO NEGRO con UNA LARGA CADENA
Por: Jorge Luyo Yaya*
Una juvenil historia cañetana
Una vez concluidos mis estudios en el. Colegio Primario Nacional de San Vicente, Centro Escolar, ubicado al lado de la antigua maderera Chahuara y que hoy ya no están, pase ha estudiar en el Instituto Comercial Bolívar, dirigida por el Sr. Shwarsz Zuloeta (creo que así se escribe), a la sazón, secretario del municipio de San Vicente. Eran los primeros años de la década de los 60s.
El horario era a partir de las 5 de la tarde hasta las 10 de la noche. Como vivía en Hualcará, los que estudiábamos en este centro de estudios de media comercial, habíamos contratado un auto cuyo chofer debía llevarnos a la escuela y recogernos en la plazuela San Martín (San Vicente), era una rutina diaria. Viajábamos apretados, pero todos en un mismo viaje. Los alumnos lucíamos nuestro uniforme caqui y las mujeres unos mandiles azules con ribetes celestes.
Mi condición de inquieto joven, hacía que algunas veces la movilidad volviera a la hacienda sin mí. El camino de la conocida “repartición” de Hualcará era largo y oscuro. A esa hora ya las luces de la hacienda se habían apagado. Algunas veces las tres señales que anunciaban el voluntario, pero obligatorio, apagón hacían que tenga que correr para llegar antes que la oscuridad cubriera toda la ranchería.
Sobre la oscuridad del camino había tejido una serie de cuentos sobre lo “pesado” de ese camino. Uno de ellos era que ha cierta hora solía aparecer un perro negro arrastrando una larga cadena. Sus aullidos eran lastimeros y atemorizantes, según contaban algunos de los que decían haber sufrido la “pesada” experiencia.
Yo traté, siempre, de ignorar esos cuentos, pues los consideraba eso mismo: cuentos. Los días que me quedaba, por charlar, generalmente con mis compañeras de clases, caballero, me bajaba en la entrada de la repartición. Algunos pasajeros, enterados de la tétrica historia, me hacían advertencias y otros daban consejos buenos para el susto. Pero, nunca fui sorprendido por el tan mentado perro negro.
Algunas veces, cuando me quedaba en el pueblo, me encontraba en el paradero con una compañera, la única en el nivel nocturno que, esperanzada, me esperaba para hacernos compañía en el pesado camino. De otra manera ella, que también era inquieta como yo, tomaba un taxi que la llevara hasta la misma puerta de su casa.
Un buen día, la hora se me había pasado, como casi era mi costumbre, y , caballero, empecé la larga caminata. Al llegar a la segunda acequia que separaba los potreros oí, por vez primera, el tan mentado aullido o, por lo menos, eso apreciaron mis asustados oídos. Me inmovilicé por un momento, mientras decidía si correr o quedarme paralizado, que ya no era por mi voluntad, sino una actitud propia de la tremenda sorpresa. No de susto, que caray.
En esos eternos segundos, me pareció ver los brillantes ojos del negro perro. Además, también, me pareció ver parte de la larga cadena que decían arrastraba el animal. Y ya casi cuando había decidido emprender veloz carrera escuché un murmullo o aullido, por lo menos eso es lo que me pareció, en medio de mi confusión.
Ya cuando estaba a punto de voltear, la sombra empezó a crecer tanto como mi asombro. Lo peor vino cuando la sombra emitió palabras. Lo más asombroso fue que esas palabras decían mi nombre. ¡¡Jorge, no te vayas, por favor!! ¡¿Qué?!
En esta parte, vi pasar mi vida en un segundo. Lo que parecía la sombra se acercó y agregó: ¡no te vayas, espérame. ¡¿Qué?!
Todo era oscuridad, ningún vehículo hacía su aparición. Ya a punto de, no de correr, sino de caerme a la tierra, escuché que me dijo la sombra: ¡Jorge, soy yo, Ana!
Efectivamente y ya calmado, era Ana, mi compañera de estudios y amiga, con su mandil azul, su lapicero que resplandecía en el pecho. “Me quedé y no tenía plata para el taxi, tu no llegabas y me atreví a tomar un colectivo a Imperial, me dejó en la repartición, pero caminé hasta aquí y ya no pude seguir caminando. Me dio miedo y me senté a llorar. ¡Gracias a Dios que te habías tardado más de la cuenta. Gracias, gracias” y, se abrazó a mi tembloroso cuerpo.
Pueden creer que desde ese día nunca más me quedé más de la hora y mucho menos perdí la movilidad. Pero, imagínense ponerse a llorar, precisamente, en el lugar donde decían que aparecía el perro negro con su larga cadena.
Jorge T. Luyo Yaya, Es un hualcarino, Periodista CPP, Corresponsal en el Perú de El Sol news de USA (Prensa Extranjera Nº 041 M. RR. EE. Perú)
domingo, 29 de junio de 2008
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