GUSANOS Y CAMPAÑILLAS
Cuento Cañetano por: Jorge Luyo Yaya
Apenas amanecía y ya la “negra Seco” hermana de Enrique (“el príncipe”) y el “negro comegato” Calón, pasaba por toda la ranchería gritando el nombre de cada uno de nosotros, ocasionales trabajadores. En la chacra como en las haciendas el día empieza muy de madrugada.
Las 5 de la mañana y el movimiento de gente es cosa común y evidente en la ranchería. Los tambos o tiendas ya están con sus puertas abiertas, el pan caliente llega desde la panadería del japonés (nisei en realidad) Minor. Se suma a la madrugadora compra: huevos, harina, azúcar y todo lo que permita preparar el desayuno y el fiambre para el medio día en los potreros de la hacienda, en este caso Hualcará.
(Hualcará ya es historia, el terremoto del 15 de agosto del 2007 se llevó recuerdos, sueños y todo lo que allí viví en mi niñez y parte de mi juventud).
El “pata de judas” Simón, “Beino”, “Carraqui”, Juan Chico, Augusto “hielo” Flores y “Polín” ya van siguiendo a “Seco”, hacia la “pirquita” del estadio Lolo Fernández. A ese lugar llegaban los rezagados, entre ellos, yo. Luego “Curita”, “Bola de oro”, los hermanos Pablo y “Geño”, entre otros. El mayor de esos madrugadores trabajadores de la hacienda no pasaba de los 10 años.
Ninguno estaba por voluntad ajena, todos éramos voluntarios trabajadores. Además, éramos especialistas para la extracción de los dañinos gusanos de hoja de las plantas de algodón. Esa era una de las tan especializadas labores que desempeñábamos. La otra era la extracción de las campañillas, que será motivo de otro especial relato.
La “negra Seco” pasaba lista y uno a uno contestábamos el llamado de la caporala. La verdad no se si Seco era corta de vista o no sabía leer, el asunto es que ella se acercaba la lista a los ojos y le costaba descifrar los nombres y, más fácil, los decía de memoria.
Una vez completa la lista, ella adelante y nosotros atrás, siguiéndole los pasos y escuchando las advertencias de buen comportamiento y, sobre todo, nada de vivezas. Seco caminaba con una larga rama seca en la mano. Los trabajadores la seguíamos en medio de un bullicio por la algarabía madrugadora.
La hacienda, en las horas de trabajo, se mostraba sombría y sin el bullicio que la gente de nuestra generación acostumbra hacer para advertir de nuestra presencia. De vuelta y después de la ardua faena las calles de la ranchería, con una sarta de palomillas bulleros, volvían a ser las mismas de siempre.
Una vez en el campo, Seco, iba entregando una a una la raya correspondiente a cada uno de los trabajadores. Antes de ingresar al surco, nos poníamos un saco, esos para el arroz, de yute grueso. El rocío de la madrugada es abundante en la punta de las hojas del algodón, fácilmente te bañan en tan solo las primeras plantas.
El trabajo consistía en ubicar a los gusanos que se comen las hojas de las plantas del algodón. Estos gusanos, inteligentes ellos, se movilizan por la parte posterior de la hoja y no son visibles con la simple mirada. Por ello es que formábamos parte de los especialistas por nuestra baja estatura.
Los gusanos una vez ubicados, se les metían en una botellita, esas de1/4 de litro, en la que se vendía el popular cañazo. Se le llenaba hasta la mitad de agua y el gusano, una vez dentro, se ahogaba. Los había de todos los tamaños. Todos caminábamos al mismo paso, nadie podía quedarse atrás. El ritual se repetía una y otra vez hasta terminar de revisar el potrero. Si alguien se retrazaba, todos estaban dispuestos a colaborar.
Al medio día, la “Seco” nos decía ¡muchachos vamos a descansar!. ¿Qué han traído para preparar el almuerzo?
Algunos traían camotes, otros, papas, otros un poco de fideos, algunos una latita de atún, sal, aceite, cebollas, etc. La capataz, con lo que había, preparaba un sabroso plato. Una vez comidos, corretear un rato y luego a seguir con la tarea.
Terminado de limpiar el potrero, salíamos a la cortadera o a la cabecera del terreno y cada uno debía hacer montoncitos de 10 gusanos cada uno. Pero la viveza criolla a tan temprana edad, hacía que algunos cortáramos en dos, con una escondida gillette, a los gusanos mas grandes.
La “Seco” que de tonta no tenía nada, revisaba los gusanos. Supongo que antes si le habíamos pasado gato por liebre y al darse cuenta del engaño, con el palito seco, revisaba los montoncitos de 10 gusanos.
“Carraqui”, díme, ¿cuántas cabezas tiene un gusano?
Una, ña “Seco”
¡Entones como es que este no tiene cabeza!
No se, yo así lo encontré en la hoja.
Ah, eres vivo ¿no? Y con la rama seca nos aplicaba un golpe en el fundillo.
¿Vivezas conmigo? Yo les voy a enseñar a ser vivos. Y otro ramazo más.
Pasado el mal rato, se entregaban todos los gusanos a la “Seco” y ella, los depositaba en un recipiente más grande y luego lo entregaba al administrador, el mismo que confeccionaba una lista con lo recogido por cada especialista.
Los sábados, día de pago. Todos los trabajadores de la hacienda Hualcará, se bañaban, se peinaban diferente a otros días, se ponían ropa limpia bien almidonada. Era día de pago y todo era alegría. La ventanilla de pago abría a las 3 de la tarde. El pagador empezaba a llamar por orden alfabético a cada uno de los trabajadores. Antes, hacía la salvedad de querer pagar a la generación mínima de los trabajadores. Los “viejos” se “oponían” a la propuesta. Pero una vez, pasado el susto, nos llamaban uno por uno a cobrar. Cada vez que se escuchaba el nombre del mini trabajador empezaba la chacota. La misma se repetía con cada nombre.
Las vivanderas, cada sábado, servían comida, ésas de fiestas. Ya con plata en el bolsillo nos podíamos dar el gusto de pedir a la carta. Llegando a la casa entregábamos el producto de nuestro “duro” trabajo. Nos daban algunos soles para tener en el bolsillo. Pero, que satisfacción y alegría el trabajar, cobrar, y aportar a la casa en nuestras vacaciones escolares.
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